viernes, 24 de agosto de 2012

La destrucción de las instituciones en Ecuador

La destrucción de las instituciones en Ecuador

Por Gabriela Calderón de Burgos
Varias figuras que colaboraron decisivamente en darle el golpe de gracia a lo que quedaba de institucionalidad en el país en 2007 suelen decir que no había estado de derecho. Agregan que todos esos actos de fuerza –especialmente la destitución violenta de la oposición en el Congreso y del Tribunal Constitucional, ambos con la venia del poder Ejecutivo– eran un mal necesario para “refundar la patria”. Pero hay que recordar que cuando Rafael Correa llegó a la presidencia en enero de 2007, sí había algo de institucionalidad, a pesar de las múltiples violaciones a la Carta Política, la evidente corrupción de la clase política y la politización de las instituciones de control.
Un elemento esencial en un estado de derecho es la separación de poderes y no se puede negar que existía, al menos en relación al Ejecutivo. El Congreso, el Tribunal Supremo Electoral y el Tribunal Constitucional existían como instituciones independientes del poder Ejecutivo o cuyo sometimiento, cuando se daba, tenía que resultar de una negociación con otros partidos.

Las instituciones existían, maltrechas y politizadas, pero existían y fue una estrategia del proyecto de Correa terminar de destruirlas. Roberto López, entonces asesor del candidato Correa, dice: “La estrategia política era deslegitimar el Congreso y por eso le sugerí a Correa no presentar candidatos para diputados”, estrategia que tuvo muchos réditos puesto que ya una gran mayoría del electorado ecuatoriano se había desencantado con una institución esencial en una democracia: el Legislativo.

Otra muestra de que algo de institucionalidad sobrevivía es que tanto el Congreso como el Tribunal Constitucional intentaron hacer respetar los límites al poder Ejecutivo presentes en la Constitución de 1998. No se trata de presentar como ilustres a los sujetos en cuestión, simplemente de reconocer que estaban –en este caso específico y por cualesquiera que hayan sido sus motivos– exigiendo que se respetara el orden constitucional vigente. Las turbas enardecidas agredieron físicamente a los diputados destituidos inconstitucionalmente y a los vocales del Tribunal Constitucional, impidiéndoles cumplir su deber. Que el presidente se haya rebelado públicamente en contra de lo decidido por la máxima autoridad en una república constitucional, tampoco ayudó.

Esa competencia entre los distintos partidos políticos, aunque bien podría catalogarse como la repartición del país entre los distintos capos de las mafias políticas, sin duda era mejor que lo que tenemos hoy: instituciones politizadas (igual que antes) aunque ahora sometidas todas a un solo amo. En cuanto al organismo electoral, incluso una de las principales promotoras de la “refundación” con “plenos poderes”, María Paula Romo, recientemente declaró: “Hemos llegado a añorar al Tribunal Supremo Electoral (TSE) anterior que era el ejemplo del reparto: los partidos controlándose a ellos, los partidos controlando las elecciones, los partidos controlando firmas. Siete partidos eran mejor que uno”.

Nada de esto trata de justificar los abusos de poder que cometían los partidos bajo la anterior Constitución. Simplemente es para ilustrar cómo fuimos de una situación mala a una que es peor. Es importante reconocerlo porque debemos aprender la lección de que no se construyen instituciones concentrando todavía más el poder.

Si el problema era “el reparto del país” entre los políticos, pues la respuesta era clara: había que reducir el botín, mediante la reducción del tamaño y la envergadura del Estado.

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